Kylie Rocket, era empleada de Chick-fil-A que ganaba 13 pavos la hora, se cansó de ahogarse en mayonesa y decidió que su futuro estaba en el porno. ¿El motivo? Un día ganó 1000 dólares solo por grabar una escena lésbica, y su jefe, puritano y republicano, la despidió por «falta de confianza» (o sea, por hacer algo más interesante que freír nuggets).
En cuatro años, la chica pasó de ser la reina del drive-thru a embolsarse con 14.000 semanales, comprarse una BMW y meter a sus perros (un chihuahua y un pomelito) en maletas Louis Vuitton. «Vivo frugalmente», dice ella, mientras pasea en su coche de lujo.
Su gemela la sacó del infierno del aceite recalentado y la mandó a Miami, donde Kylie descubrió que su «talento» era más demandado que un cupón de Burger King. Un año después se mudó a Los Ángeles y se convirtió en una máquina de rodar escenas (más 500 y subiendo), desde gonzos cutres hasta producciones de alto nivel.
Cuando vuelve a su pueblo en Florida, nota las miradas de la gente. «Me juzgan, pero yo soy rica y feliz mientras ellos siguen siendo unos amargados», suelta sin filtros. Eso sí, el precio de la fama es alto: ya no puede comer alitas de pollo sin que le recuerden a su pasado.
En definitiva, Kylie Rocket pasó de empacar sándwiches a empacar las pollas en su coño, y ahora vive la vida a toda leche y a toda lefa. ¿Moralina? Ninguna. Solo un recordatorio de que a veces el camino al éxito está pavimentado con pecado y semen, en lugar de aceite recalentado en la freidora.
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