El rey Juan Carlos I, ese zángano sinvergüenza coronado, convirtió el Palacio de la Zarzuela en el puticlub más exclusivo y caro de España. Y quien lo pagaba, por supuesto, era el bolsillo de los ciudadanos. Las cifras llegan a ser escandalosas, pues este bribón enfermo se tiró a 332 mujeres en 15 meses, y 2.154 entre 1976 y 1994. Amadeo Martínez Inglés lo definió como lo que era, un depredador sexual que usaba su posición para montar un harén a costa del erario público.

Pero en este mercado de carne real, si hay una figura que destaca por su transacción descarada, esa es Bárbara Rey. La vedette no era una amante más; más bien era una profesional en el sentido más mercantil del término. Su relación con el rey fue un acuerdo de servicios prolongado, ella ponía el cuerpo y la compañía, y él ponía el dinero de todos los españoles.

Como ya es sabido, Bárbara Rey incluso grababa sus encuentros con el emérito, un seguro de vida o, más bien, un cheque en blanco contra la posible desmemoria real. Es la perfecta representación de la podredumbre moral de la época. Esto es, una relación basada en el chantaje, la lujuria y la financiación pública. Mientras los españoles sudaban la gota gorda en una crisis tras otra, el jefe del Estado sudaba entre las sábanas con una mujer a la que mantenía con fondos que no le pertenecían.

Era la prostituta de lujo de un rey putero, por mucho que le pese a esta señora ya mayor; de lujo, pero puta y al fin al cabo por mucho que salga en la televosión o en revistas de la prensa necia. También es el recordatorio viviente de que la monarquía se convirtió en un cortijo para satisfacer los deseos inagotables de bragueta del impresentable zángano que reinaba este país. Su caso es el símbolo de una institución corrompida desde la cúspide, donde el monarca era el primer gamberro, el primer sinvergüenza y el cliente más vip de un negocio que pagábamos entre todos. Miles de putas y un putero financiados por el pueblo. Así de crudo.










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