Cara Delevingne, la leona que ruge en lencería y que nació en una cuna de aristócratas británicos, estudió en colegios pijos con más apellidos que libros. Pero basta verla diez segundos para entender que lo suyo nunca fue seguir normas, sino romperlas en tanga de encaje y botas militares.
A los 10 ya modelaba. A los 15, Storm la ficha. A los 20, se ríe de todo el fashion system mientras enseña lengua, cejotas y tatuajes con la desvergüenza de quien sabe que puede. Cara no camina, serpentea sobre la pasarela, sobre alfombras rojas o sobre los cuerpos de sus muchas conquistas. Porque si algo tiene esta felina londinense es apetito; de mujeres, de hombres, de looks imposibles y de vivir como si mañana fuera una after con Champagne Moët y sudor ajeno.
La apodaron la nueva Kate Moss, pero Cara se pasó esa etiqueta por la coño. Chanel, Fendi, Burberry… Y un día te llega con el pelo platino, al siguiente con flequillo negro y mirada de “hoy te acuestas conmigo o muérete de envidia, tú eliges”.
Entre películas, bolos con Orlando Bloom o revolcones con St. Vincent y Ashley Benson, su mansión de Los Ángeles se convirtió en cenizas en el fatídico incendio, se rehabilitó de su adicción al alcohol, y reapareció recientemente en Cannes vestida de femme fatale con labios glossy y un vestido borgoña con pinta de poder follarte con solo rozarte el hombro.
Cara no necesita que la entiendas; solo que la mires, que la sigas, y que reces porque algún día te deje tocarle las cejas. Porque cuando ella pasa, al mundo se le pone dura.
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