Hailey Bieber —antes Baldwin, ahora señora del tontaja del pop descafeinado— se ha convertido en una especie de gurú de la estética millennial deluxe. Gloss en los labios, moñito tirante, manicura de 100 euros y cara de “estoy por encima de todo esto”, mientras internet la fríe a memes un día sí y otro también.
Casada con Justin Bieber, el eterno adolescente canadiense que pasó de estrella mundial a vivir como si estuviera siempre en bata y pantuflas, Hailey hace malabares entre ser it girl, influencer beauty, y figura de telenovela digital. A veces parece que su matrimonio es más una serie soporífera que una relación real. Hay celos, hay lágrimas en TikTok y hay fans que siguen montando teorías conspiranoicas con Selena Gomez como jefa del fandom resentido.
Hailey se mantiene imperturbable, mientras Justin tiene una cara cada vez más hostiable. Ella posa con su té verde matcha y su bolso de marca como si no hubiera una guerra fría declarada en los comentarios de Instagram. Eso sí, si algo hay que reconocerle, es que Hailey ha hecho del minimalismo caro su religión. Puede ir vestida de beige de pies a cabeza y aún así parecer que viene de cerrar un desfile en París. Todo muy “no me esfuerzo, pero soy divina”.
Mientras tanto, Justin, más errático que nunca, sigue con pinta de haberse despertado en el sofá de un colega después de una siesta de cinco horas. Pero bueno, el amor es ciego. Y a veces también sordo, mudo y con buen presupuesto.
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